viernes, 28 de noviembre de 2014

El filo de la navaja

Carecemos de la posibilidad de darnos cuenta cuándo estamos al límite de las posibilidades. No niego que el único límite que existe es nuestra propia mente, pero, qué hay cuando los propios juegos mentales que concebimos desde lo mas oscuro de nuestra parte emocional y hasta primitiva nos hacen llegar al punto del límite del quiebre, dejándonos desperdigados con la mera fuerza de poder levantar la cabeza y mirar el resultado del esfuerzo titánico de continuar insistiendo vanamente, aun cuando sabemos que un pequeño milímetro es la diferencia entre el despedazamiento de la voluntad y del alma.

Cuando recogemos todas nuestras piezas del alma rota y gris, cuando volvemos a sentir la fuerza volviendo a nuestro ser, retomamos nuevamente el sendero angosto que nos determina el límite de las posibilidades a las cuales estamos habilitados a alcanzar, indistintamente de la voluntad tan grande y la capacidad mental en todo su esplendor que poseamos, aun con nuestra capacidad de brillar.

Es ahí cuando ya anticipamos el pie extendido nuevamente al vacío, nuevamente por el miedo latente de volver a caer en el.

Nos ponemos los límites a nosotros mismos, pero también están los límites que caen de maduro fruto del sentido común. Hay cosas las cuales nos tenemos que limitar, sean por daño físico o psíquico, pues poner nuestra existencia a disposición del fluir de las cosas muchas veces nos termina por matar, aun no en lo literal, pero si por dentro. Siempre transitamos por ese camino angosto, pero no hace falta tener que arriesgar nuestra absoluta integridad por el palpito de llegar todavía mas allá.

Sólo hay una posibilidad de rebasar los límites, no con voluntad, no con pasión, entusiasmo o algún romanticismo subjetivo: con carácter, con seguridad, sin miedo, y con responsabilidad.

No podemos obviar asumir los riesgos de llegar mas allá, siempre los va a haber y tenemos que convivir con ellos, interactuar con ellos, abrazarlos, interiorizarlos. Demonizarlos sólo provoca la inevitable caída que nos demuestra lo frágiles e incipientes que somos cuando no estamos dispuestos a dar sin recibir, aun cuando el resultado sea amargo.

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