martes, 4 de junio de 2019

Un cuento de luz y oscuridad.

Hoy les vengo a contar una historia. La de cómo desperté y en la que puedo decir, que es la historia de cómo volví a nacer y en la que todavía sigo teniendo trastabilladas.

De como mi vida empezó de nuevo con Esclerosis Múltiple.
Mi primer recuerdo con EM fue un 14 de febrero de 2016, volviendo del cine con mi novio. Todo lo que podía sentir era un ardor, tolerable, pero no muy molesto en el pecho, del lado izquierdo; no le di mucha bola al principio, pensando "debe ser pasajero."

El segundo recuerdo que tengo fue un fuerte dolor de cabeza un día de mucho calor. En Argentina es pleno verano, y lo que se me pasó por la cabeza era, "Me insolé. Con descansar se me pasa."

Todavía seguía con ese 'ardor' en el pecho, y de vez en cuando me palpaba pensando qué podía ser, porque era un poco molesto; pleno verano y con el calor que hacía, era súper molesto por la ropa, era como lija. Seguí así unas horas más, hasta que noté otras cosas.

De a poquito, y sin darme cuenta, el ardor se empezó a expandir, y con eso otra cosa más, que no entendía y hasta me empezó a asustar: empecé a perder sensibilidad.

Mi familia por el lado materno tiene historial de afecciones cardíacas e hipertensión. Por ese entonces, mi vida estaba atravesando un montón de cosas que me provocaban muchísimo estrés (el trabajo, la familia, mi propia vida sin rumbo ni motivación, y muchos problemas de pareja)

El condimento final fue la exigencia conmigo misma, y la metodisidad de empujarme a limites que estaban haciendo estragos con mi propio cuerpo, aunque los resultados se vieran como algo bien recibido.

Era el combo perfecto para que ella despertara. Ahora lo veo.

El tercer recuerdo que tengo soy yo, llorando.

Se había cortado la luz en mi casa y estaba todo oscuro.

Empecé a llorar.

Había perdido el 40% de la movilidad de mi brazo y estaba sentada, llorando con mi brazo tendido entre mi regazo, diciendo "¿Por qué me pasa esto a mí?" Mi novio se arrodilló adelante mío y lagrimeaba, "Por favor, pone el brazo diferente. No te puedo ver así."

No sabía qué hacer. Ninguno sabía.

Habíamos ido desde ese día, ya 18 de febrero, desde la mañana, 2 veces a la misma guardia. Las dos veces me dijeron "Es un pinzamiento muscular", "Con tomarte un relajante muscular se te pasa." Lo más desconsiderado y horrendo que me dijeron fue, "Todos piensan que están teniendo un episodio cerebro-vascular y se quieren meter a un resonador."

Sí, eso.

Podría mandar al frente a la institución en dónde me lo dijeron, pero no es el punto de esta historia.

El punto de esto es concientizar. Eso importa, eso es lo que quiero visibilizar, no así la disidia y la falta de empatía que hay en nuestro sistema de salud.

Yo diría, en todos nosotros.

Lo siguiente que recuerdo fue levantarme en la mitad de la noche reiteradas veces en mi casa, ¿Saben lo que es sentir algo tan simple como el roce de las sabanas en un miembro entumecido? O tratar de moverlo.

Desde aquel momento en donde noté que algo no andaba bien, lo único que quería era despertar y decir, "Solamente necesitaba dormir." Que era todo una pesadilla.

Mi siguiente recuerdo es enojarme.

Tenía bronca, rabia, y estaba podrida de que me patearan de guardia en guardia sin darme pelota de que algo me estaba pasando y nadie me quería atender o darme dos minutos de su tiempo para examinarme más en profundidad.

Terminé en la guardia del CEMIC, rabiada y exigiendo ver a un traumatólogo para sacarles verdad o mentira de un posible pinzamiento. Yo sabía que no era así, no era algo así nomás.

Era yo sola peleando contra la indiferencia de la gente.

Ese mismo día me dejaron internada en observación, porque una doctora, alguien al fin, vio algo que no le terminó de cerrar en ejercicios de rutina, como mantener los brazos con los ojos cerrados en alto o tocarse la nariz con la punta de los dedos.

Hasta ese entonces, solamente sabíamos mi novio y yo lo que estaba pasando. Ese día le avisamos a mi mamá, y le pedí a mi novio que le dijera que no se preocupe, que era sólo por precaución.

La primer noche me acuerdo que me desperté varias veces, incomoda por no estar en mi cama, en mi casa, preocupada por mi gata, que había quedado sola, culpable por mi novio, que tenía que dormir en un sofa al lado mío.

Al otro día descubrí que le tengo pánico al resonador y al encierro. Ya en medio de los nervios y la incertidumbre, habían intentando tenerme 1 hora ahí adentro. 1 hora. No lo aguanté; la segunda vez, lo tuve que enfrentar. Tenía que hacerlo. Quería saber qué me pasaba. Volví al sanatorio y mi novio estaba ahí diciéndome que mi gata estaba bien y disculpándome por no haberme podido acompañar. Yo solamente me consolaba pensando que con esto ya me podía ir a casa. Quería irme a mi casa y que me dijeran qué tenía.

Era sábado y ya mi brazo no respondía y yo me quería ir. En parte me reía porque lo movía de manera torpe, pero por dentro quería saber por qué. Para ese entonces, lo único que sentía era hormigueo en todo el lado izquierdo de mi cuerpo, menos en el rostro y la cabeza. Si no mal recuerdo, ese día me daban el alta médica, estuve así todo el día. Expectante y ansiosa. En el medio de todo esto, me vino a ver un médico diferente al que había venido las primeras veces desde el jueves que quedé adentro. Era un neurólogo.

Definitivamente, algo le estaba pasando a mi cuerpo y en parte, me sentí tranquila pensando que al final, no era un episodio cerebro-cardiovascular, de hipertensión, cardíaco. Era otra cosa, y quería saber qué.

Era la tarde del sábado, y vinieron 3 internos que estaban haciendo la carrera de medicina, para mí, médicos. "Tenemos que hacerte una punción lumbar para extraerte liquido. Es un procedimiento sencillo pero necesitamos que estés muy quieta."

Miedo y reservas.

Eso sentí cuando me dieron esa noticia. Yo quería irme, y me habían dicho que me iban a dar el alta ese día, pero con esa novedad pensé, "¿No me van a dar el alta hoy?" Lo peor de mí pensó, "Me están usando de conejillo de indias," por eso el miedo. Otra parte de mí, trato de poner paños fríos a la situación. "Tenés que hacer esto para saber qué tenes. No va a pasar nada malo."

Lo primero que pensé, en una especie de tragicomedia, es en Dr. House; un capitulo en dónde le advierten al paciente que si se movía, podía quedar paralitico y en silla de ruedas. Quizás por eso fue el miedo. Yo lo único que quería era irme a casa, y haciendo esto, pensaba, "Puedo irme a mi casa con mi gata." Ahí también, fue cuando mi mamá decidió que tenía que estar. Y también por eso me di cuenta que no era joda lo que me estaban por hacer.

Mi siguiente recuerdo es abrazarme llorando a mi gata, —a mi vieja querida Isis que hoy extraño con el corazón y mi alma—; los ojos enormes tenía de verme después de una semana de solamente ver a mi novio y estar con el velador de mi escritorio encendida. La abracé fuerte y le pedía disculpas, aun con el brazo medio chueco, como decía yo. Y después de eso intenté volver a la normalidad.

Del CEMIC me fuí con el alta que decía "Síndrome de conversión" y un turno con el neurólogo. Con el correr de los días me di cuenta que lo primero es una etiqueta que te ponen algunos médicos a una sintomatología que uno adquiere producto del estrés. Por otro lado, mi curiosidad era, sin terminar de caer, por qué el turno con el neurólogo. Ahí empezaron mis primeros pasos.

Pasaron aproximadamente unas 2 o 3 semanas, batería de estudios de laboratorio mediante en dónde, enmarcando el equivalente a lo que podía ser una libretita sanitaria, se desglosaban todas y cada uno de los glóbulos que tengo en sangre. Parecía no había nada raro.

Y un día, asi, sola como cuando tuve que enfrentar el resonador; asi, sola como cuando me enojé y patalié para que alguien me crea que algo me estaba pasando, entré a ver a la neuróloga que seguía mi caso.

"En base a las imágenes y los resultados de laboratorio y punción lumbar que te hicimos, pudimos encerrar un poco más el diagnostico y descubrimos que tenes una enfermedad autoimmune, pero todavía no sabemos cuál," Me dijo, así calmada mientras yo iba procesando lo que me decía. "Por lo pronto, y con todo esto, te voy a derivar con la especialista en neurología de los consultorios externos para que siga tu caso."

Yo ya no la escuché. Quería saber qué tenía.

Salí del consultorio y mi novio había llegado y me vio. "Tengo un bicho que no saben qué es. Es algo autoimmune."

No tengo recuerdos después de eso, porque lo que te hacen estas cosas, y a veces no sabes si es por 'ese bicho', es que te olvides hasta lo que hiciste el día de ayer. Lo que si me acuerdo es haber vuelto de mis vacaciones (sí, estaba de vacaciones) y hacer mi propio diagnostico.

Lo primero que apareció ante mi en el buscador fue Esclerosis Múltiple.

Lo segundo que pensé después de eso fue que era éso lo que tenía. No por el típico convencimiento del hipocondríaco promedio que hace de un síntoma perdido una simbiosis. No, yo lo sabía; era como si lo hubiese sabido desde el minuto uno.

Mi siguiente lección fue lidiar con la apatía humana. Como un niño que se da cuenta de la crueldad del mundo y la palidez de los buenos actos, que a veces quedan opacados por la indiferencia.

No voy a entrar en detalles de por qué no seguí mi tratamiento en el CEMIC, pero si voy a decir que fue una mezcla de todo lo que experimenté cuando empezó a sucederme todo esto. Bronca, impotencia, miedo, ira, frustración, indignación.

Con ese algo a lo que yo necesitaba ponerle nombre, como esa sombra desconocida que uno intenta diferenciar de la oscuridad para saber a lo que uno se enfrenta, me fuí con mi parva de estudios médicos y dos resonancias que con un esfuerzo, para mí titánico, hice en pos de saber.

Caí en el Trinidad Mitre con quienes hoy siguen siendo mis neurólogos, y ahí me lo confirmaron: Esclerosis. Yo ya lo sabía, y con todo pesar la confirmación llego a mi novio, que estaba ahí conmigo con una mano en mi rodilla, y a mi familia después.

Yo podía ya saberlo, pero las fichas me cayeron después. "Tenes que tomar esto todos los días, dos veces al día. Siempre." Ahí mientras la neuróloga hablaba con mi mamá, iba cayendo. "Esto no tiene cura", pensé.

A raíz de eso, lo siguiente fue a acomodarme en medio de la turbulencia que yo sentía, se había vuelto mi vida, y que en parte, seguía con la inercia de los sucesos que, quizás, pudieran o no haber despertado esta sombra dormida que tenía adentro de mi.

Sin embargo, otras cosas despertaron también. Otros monstruos, otras sombras. Depresión, inseguridad y miedo.

De a poco, acostumbrándome a la medicación, empecé a notar otras cosas que le pasaban a mi cuerpo. Cosas que uno por ahí podría considerar nimias o insignificantes, pero que para mí eran como ir cuesta arriba, sumado a mi creciente estado deteriorado de mi psiquis.

Dormir una siesta era dormirse horas y sentirse todavía cansado, el malhumor constante de no recordar algunas cosas, incluso si eran cosas que habían pasado hacía un día, la indiferencia del mundo a mi alrededor, la incertidumbre de no saber cuánto de mi se iba a llevar ésto.

El aislamiento y la soledad de tener que entender esto yo sola. Eso fue lo peor de todo.

Así, después de sentirme plena durante un año entero en 2015, pase al pozo de tener que escalar para salvarme en 2016 volviendo al psicólogo después de 2 años.

Cada vez que me encontraba con alguien y le contaba lo que me pasó, lloraba; cada vez que recordaba con lo que lidiaba, lloraba; cada vez que sentía, por más minúsculo que fuera, los cambios por los que estaba pasando, y que solamente yo veía, lloraba.

Lo primero que hice cuando di con el psicólogo indicado, fue llorar.

Estuve así casi un año entero, hasta que pude completar una sesión sin quebrarme. Y en el medio, realizaciones que iban haciéndome notar todo lo que había perdido, todo lo que estaba pasándome. Lo más importante, todo lo que estaba a mi alrededor.

Sentía que estaba en el fondo. Sola y todos los días sintiendo la indiferencia de absolutamente todos a mi alrededor, desconociendolos, paranoica de que nadie me iba a entender; que, directamente, nadie me entendía.

Y un día, asi como sentía que ella empezó a quitarme todo, también me dio. Reviendo mi vida, en terapia, mi mente me transportó, y encontré esa pequeña luz en medio de mucha oscuridad. Me llevó a mis 15 años, cuando escribía.

Una película, no me acuerdo cual, desató una memoria dentro de mi de cuando escribía fan fiction de chica, y sin darme cuenta, pensando que había perdido la chispa por completo en la deconstrucción que sufre uno cuando crece, tiré unas lineas, y dibuje unos garabatos. Mira qué igual de poderosa es la esperanza que pensé "Estoy segura que ese manuscrito no lo tiré. Todavía lo tengo," y aunque no fue así, no importó. Me puse un poco triste, con algo de bronca, pero a la vez, aceptación de mi misma, reconociendo mi error al haberme desecho de eso.

Aquello que había tirado por hacerle caso a otros, negando parte de mi. Eso que me gustaba hacer, que era escribir; no importa si era algo que quizás jamás vaya a ver publicado en las grandes vidrieras.

Eso era yo, parte de mi, parte de mi identidad.

Así y todo, volví a escribir. Así también empezó otro proceso de aceptación, mirando algunas cosas que había logrado rescatar de la negación del mundo hacia lo que yo hago, y mi necesidad de encajar para evitar el juicio.

Noté todo lo que era y lo que soy hoy. Quería volver.

Ahí empezó mi nueva batalla, mi nuevo proceso, ahí empecé a escalar. Y puedo decir, hoy, que escribir me salvó. Que esa sombra se empezó a develar a mi misma como mi reflejo. Esa parte de mi que tengo que aceptar. La EM, así, enigmática y amenazante, me ayudó.
La EM está ahí, a veces se nota, como cada vez que me viene un flush y me pongo roja como tomate, o cuando me levanto un sábado a las 11.00 y me vuelvo a acostar a las 13.30 y no me despierto hasta las 20.00. Como cada vez que se me cruzan las palabras y tartamudeo. También está ahí, como cuando quiero escribir y no puedo hilar una palabra. Porque tengo una lesión que es permanente en el cuerpo calloso de mi cerebro, de donde salen mis ideas, de donde sale todo eso que soy yo.

Todo lo que soy hoy es gracias a la EM, lo bueno y lo malo; siempre hay que aceptar lo malo también. Me ayudó a reencontrarme con la escritura, a conocer y aceptar un universo de cosas que antes pasaban desapercibidas delante de mí. Me ayudó a reencontrarme, a hacer las pases con mi pasado y a liberarme de un montón de estigmas, a volver a ver el mundo en otra perspectiva, a crecer; a redefinir mi identidad no solo como individuo sino también como mujer, a lo cual, adhiero, será Ley.

Los individuos estamos llenos de luces y sombras, las mismas que se ven en una imagen de RMN. La EM se reveló ante mí, para encontrar otra perspectiva, otros universos, no solo literarios, sino también los que existen en este mundo. Me enseño de tolerancia y de empatía.

Ser conviviente con la EM es volver a nacer y aceptar tu pasado, transformarte, y aceptar todo lo que va a venir por delante, y atravesar el mundo entendiendo que lo mejor que podes hacer es concientizar y vivir a pleno.

Tener EM, para mi, es como las palabras que resonaron fuerte ese diciembre de 2018 viendo The Last Jedi: "Dejá morir el pasado, matalo si debes. Es la única manera de convertirte en eso que estás destinado a ser."

Batallar a la EM en sus días malos revive las palabras de Cayde: "Retroceder nunca fue una opción." Por eso Destiny es una parte importante de este ultimo año yendo cuesta arriba. Por eso este tatuaje no es solamente una promesa a Cayde, sino también a mí misma.

No importa lo que se haya llevado, siempre se nos revela devolviendo algo que quizás creímos perdido, o nos da algo que quizás nos faltaba. La EM va a estar ahí con nosotros, y lo mejor que podemos hacer es reinventar, combatir, reivindicar, vivir.

Gracias.